Cada mañana hacía lo mismo,
repetía un ritual idéntico, pues opinaba que el mejor regalo que podía recibir
era poder observar el alba, esos preciosos minutos en que el sol,
desperezándose, surgía lentamente hasta alcanzar su brillante esplendor allá a
lo lejos. De hecho, Nasan, que en mongol significa “larga vida”, creía que su
longevidad se debía a esa costumbre tan suya de madrugar cada día.
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